La tarde se me fue tan rápido que no podía imaginar que
concluyera, mi sensación de felicidad parecía desvanecerse y reaparecer
mientras que caminaba por la playa, la mirada en el mar o el horizonte me
llevaban a recordar mil cosas, el agua y ese color gris oscuro que se mezclaba
con la espuma, ¿cuantas veces habré pasado por este mismo lugar sin sentir esta
calma?
Tenía que volver a la realidad, volver a la capital,
trabajar para vivir y vivir… convengamos que no vivía solo trabajaba, el pecho
se me apretaba otra vez, no quería regresar, que ganas de quedarme aquí, de
disfrutar de esta paz. Caminé hasta la borde tenia los zapatos en la mano y de
pronto sentí mis lágrimas.
La gente en esta ciudad es distinta a la capital, te miran y
se acercan, un pánico extraño me invadió y quise salir corriendo, pero la mujer
de unos sesenta que se me acerco, no me molesto en lo absoluto, solo me extendió
un pañuelo y después de sonreírme espero que le diera las gracias, me miro a
los ojos y no dijo nada.
“Estoy bien, de verdad gracias”-le dije yo sintiéndome culpable
de importunarla.
Luego de eso siguió su camino.
Ahora sí que no quería irme. Me quedé sentada mirando el
mar, las olas, la fuerza del ir y venir del agua, la sensación de paz que me
daba ver esta escena. Mientras que la playa se iba vaciando, mientras el sol caía
por el horizonte, yo parecía anclada a esa arena, aunque no volví a llorar, podía
sentir mi pena fluir por mi cuerpo y caer a la arena. La tarde concluía con la
playa vacía y el viento frío que me despertó de mi aletargo, sentí que la vida
me había pasado por encima.
Sonreí a mis pensamientos y me levanté, caminé por entre la
calle descalza mientras la arena pegada en mis piernas se caía dejando las
huellas de mi paso, caminé sin mirar atrás, sin volver la vista al mar, porque
de alguna manera todo lo que llevaba encima se había acabado y quedado en esa
playa.
M. García Donoso
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